
Es nombrar la palabra SOCIAL o JUSTICIA SOCIAL e inmediatamente uno se reviste de un halo de benefactor de la humanidad, de protector del vulnerable y de santidad civil que le hace acreedor a gestionar el esfuerzo de terceros. A sustituir la libertad de decisión de otros sobre sus propiedades, a quitarles bienes y derechos, a cambiarles su proyecto de vida en virtud de un fin “superior” y hasta decidir como educar a los hijos ajenos.
Además, normalmente este caritativo (Caritas significa Amor) personaje, no necesita de ninguna preparación, estudios o experiencia demostrada. El mismo se inviste de “juez social”. El decide quién se merece más y a quién hay que quitarle. Y por supuesto, como la caridad bien entendida empieza por uno mismo, se reconoce el mérito de su “misión” y la compensación económica que el mismo se merece. Y no suele ser mezquino cuando de sí mismo se trata. Todo por amor.
Realmente es una intrusión en la vida de otras personas, suplantando la voluntad y libertad de decisión de estas. Una imposición desde el poder que les permite creer que están en posesión de un conocimiento superior y por tanto pueden tomar decisiones por otros a los que consideran incapacitados para decidir en libertad.
La excusa suele ser siempre la igualdad, algo que cala en la mayoría, que ve el ofrecimiento muchas veces como una vía de “progresar” sin esfuerzo y otros, los más resentidos, como la oportunidad de igualar a la baja a quienes están por encima. Estos objetivos igualitarios impuestos suelen degenerar en dictaduras totalitarias (Cuba, Venezuela, Nicaragua…) y en pobreza generalizada.
Decía Friedman:
“Una sociedad que antepone la igualdad, en el sentido de igualdad de resultados, a la libertad, acabará por no tener ni igualdad ni libertad. El uso de la fuerza para lograr la igualdad destruirá la libertad, y la fuerza introducida con buenos propósitos, acabará en manos de personas que la utilizarán para promover sus propios intereses”.
Nos suena muy cercano. Con la excepción de los buenos propósitos, que no se le pueden presuponer a nuestros gobernantes patrios. Albert Rivera lo tenía claro cuando hablaba de la banda de Sánchez.
Y el tiempo le ha dado la razón. Rápidamente.